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El auge del comercio mundial ha supuesto una innegable mejora en los ratios de pobreza global; millones de personas han salido de la pobreza extrema en los países emergentes y las clases más vulnerables de las sociedades avanzadas han podido acceder a bienes mucho más baratos. Lo mismo se puede decir de la rápida difusión de los avances tecnológicos o del desarrollo experimentado por las economías emergentes. La globalización ha sido un éxito indiscutible pero falló a la hora de garantizar la correcta redistribución de la riqueza y tampoco logró extender la democracia en el mundo tal y como se creyó en sus primeros años. El régimen de Putin y su invasión de Ucrania son la prueba más evidente del fracaso de la apuesta que se hizo por la globalización como un vector para extender la democracia y los derechos humanos a sociedades que nos los disfrutaban.
El descontento social creado por la crisis financiera de la pasada década o la disputa entre EEUU y China por la hegemonía económica y estratégica del mundo ya habían ralentizado la globalización y los últimos acontecimientos han agudizado aún más el proceso. Al America First de Trump le siguió la pandemia del COVID que agudizó las tensiones comerciales con la imposición de todo tipo de restricciones al intercambio de material médico; la cosa fue a más cuando los gobiernos empezaron a definir los sectores estratégicos de carácter nacional donde aplicar restricciones y políticas proteccionistas.
Finalmente, la invasión rusa de Ucrania, con las sanciones comerciales impuestas y los graves problemas que ha ocasionado en los mercados de energía y grano de todo el mundo, ha acabado por consolidar esta nueva era marcada por los límites a la globalización y un nuevo modelo de relaciones económicas y estratégicas en todo el mundo.
Más allá del desenlace definitivo de la guerra en Ucrania, que nunca podrá acabar en una victoria del país agresor, estamos ante algo más profundo que la disputa entre dos potencias hegemónicas por el liderazgo mundial. Se está dibujando un nuevo orden alternativo al que definió el mundo posterior a la Guerra Fría y la caída del Muro. El bloque occidental, que Biden lidera de forma mucho más proactiva que Trump, ha reforzado su apuesta por los valores democráticos con un sólido apoyo a la resistencia ucraniana. Pero frente a ese bloque, se alza de forma cada vez más retadora un grupo de países, con China como líder indiscutible y que buscan crear un mundo seguro para las autocracias y en pie de igualdad con los valores democráticos. Además han sabido utilizar el comercio y la cooperación para lograr una gran penetración en lo que se denomina el Gran Sur, básicamente América Latina y África.
El nuevo orden que se está abriendo paso afecta a todo tipo de elementos: la energía, las infraestructuras y los avances digitales, la lucha contra el cambio climático, la industria o los mercados de materias primas y singularmente de metales raros. Las nuevas palabras de moda en el mundo de la empresa son el reshoring, el nearshoring o el friendshoring . Cualquiera de ellas implica una revisión estratégica en la que la optimización económica pierde relevancia frente al concepto de seguridad y cercanía. También los gobiernos hablan abiertamente de medidas proteccionistas para sus sectores estratégicos.
A pesar de los problemas, la ruptura total de las profundas y complejas relaciones económicas que se han tejido durante la globalización no parece posible y, en cualquier caso no es deseable porque sus consecuencias serían gravísimas; se estima que las pérdidas podrían oscilar entre el 2 y el 7 por ciento del PIB mundial, con las clases más vulnerables como principales damnificadas. Por ello se hace preciso pensar las nuevas bases de las relaciones internacionales y los vínculos de confianza entre los países que nos permitan garantizar la convivencia ordenada en un mundo más fragmentado.